CAPÍTULO 1
DÍA DE CAMPING
–¡El que sigue!
–¿Nombre?
–Paz.
–¿Equipo?
–Las Luciérnagas.
–¿Nombre del hím?
–Emm… no tengo hím aún, señor –dijo Paz con una sonrisa algo
nerviosa y el tono de voz más bajo.
El organizador del torneo acercó su larga y puntiaguda nariz hacia
ella y, con su voz ronca y un tono soberbio
refunfuñó:
–¿Cómo que no tienes uno todavía? –levantó la cabeza y en voz alta, como para que
escuchara la larga fila de postulantes, dijo:
–¡Sin hím no
pueden participar del torneo!
–Pero señor
inscríbame igual por favor, lo que pasa es… Que… Mi hím
desapareció –dijo en un tono poco convincente.
–¡Pero hoy mismo consigo uno!
–Mire señorita,
la voy a anotar al margen de la lista, apenas consiga su hím, yo la
inscribo en el torneo. Disculpe, pero no puedo
hacer excepciones, las reglas son muy estrictas con los competidores.
Mientras tanto… En otro lugar…
–¡Brenda! ¿Ya estás lista? ¡Ve subiendo las
cosas al auto!
–¡Sí mamá, ya
está todo listo! –gritó, mientras observaba con ansias y emoción desde su
habitación cómo nacía un pichón de gorrión en un nido que se encontraba en el
árbol más cercano a su ventana.
Luego de
terminar de apreciar ese hermoso y tierno milagro de la naturaleza, tomó su
mochila y sonriente salió de su habitación.
Brenda Burke tenía
11 años, vivía con sus padres, Blanca y José. No tenía hermanos. Su pasatiempo favorito era escuchar las historias de su
abuela. Las leyendas y los mitos de Irlanda eran su debilidad. Sus abuelos eran
de origen irlandés. Apenas se casaron inmigraron a Argentina, así que tenían
innumerables historias de duendes y hadas para contar. El sueño de Brenda era
conocer Irlanda y sus bosques encantados.
En la casa de
sus abuelos siempre se escuchaba música celta y Brenda disfrutaba bailando al
compás de las gaitas y los violines.
Era una niña muy emotiva y afectuosa, algo
tímida, pero a la vez sociable, abierta y conciliadora. No le gustaban las
peleas, siempre trataba de encontrar la solución. Aunque ella no se involucraba
en discusiones, sí mediaba para que se hicieran las paces. Pero había veces que
eso no resultaba. Una vez se estaban peleando dos compañeras del colegio por un
resaltador que una de ellas había perdido y acusaba a la otra de habérselo
escondido. Brenda no tuvo mejor idea que regalarle el suyo a la niña que
lloraba histérica por su resaltador, y ésta se lo revoleó por la cabeza
gritando que sólo quería el suyo.
Había cosas que
Brenda no soportaba, una era la violencia, eso
le hacía muy mal. No podía entender por qué el mundo era tan violento y
agresivo, inclusive por cosas que no valían la pena. Sólo por el orgullo y el
ego que albergan las personas, sólo eso los impulsaba a sentirse con el derecho
de faltar el respeto y maltratar a los demás. A veces sentía que no pertenecía
a este mundo, se sentía muy diferente y vulnerable.
A pesar de esas
malas experiencias, ella era una niña muy sonriente y divertida, disfrutaba de
la vida, sabía apreciar los milagros de la naturaleza y era muy raro verla
triste, siempre transmitía esa energía tan noble e inocente que la
caracterizaba.
–¿Adónde vamos a
acampar? –preguntó a sus padres mientras miraba
por la ventanilla del auto–. ¡Tendríamos que
encontrar un lugar verde con muchos árboles!
–Bren, tranquila que con papá ya tenemos
el lugar perfecto. ¡Te va a encantar! –contestó
Blanca mirando con complicidad a José.
Después de unos
treinta minutos de viaje, comenzaron a ver las cristalinas y azules aguas del dique
rodeado de las eternas y coloridas montañas. Digno de una fotografía. Esa vista
que transmitía una paz y una emoción imposible de describir, así era Mendoza,
una de las provincias más lindas de Argentina, allí vivía Brenda.
Cuando comenzaba
la primavera y los días se volvían cálidos, el sol salía para quedarse,
resaltando un cielo celeste profundo junto con las copas verdes y floridas de
los árboles. La mejor época para acampar.
–¡Aquí es, Bren!
Brenda, atónita, no contestaba nada. Sólo no
despegaba su cara de la ventanilla, admirando ese lugar. No era un camping
común y corriente, era el camping, el más
lindo que había visto jamás. Una alfombra de césped cubría todo, un pequeño
bosque frondoso y verde como bolas de algodón a la orilla del
río, junto a una ruidosa y alegre cascada. Y de fondo, las eternas montañas con
los picos de nieves casi al alcance de las manos.
–Sin dudas el
mejor que he visto –esbozó Brenda, mientras
suspiraba enamorada del paisaje.
Ayudó a bajar
las cosas del auto y buscaron el sitio donde acamparían. Cuando ya estuvo todo
listo, José se dispuso a juntar la leña para encender el fuego y luego hacer el
asado. Su mamá se encargó de la ensalada. El lugar estaba desolado, al parecer
era la única familia que ese día había decidido almorzar allí.
–¡Voy a recorrer
el camping, quiero ir al arroyo! –avisó en voz
alta Brenda, mientras se sacaba sus zapatillas.
Comenzó a caminar descalza, sintiendo el
césped fresco y húmedo por el rocío de la mañana. Disfrutando del silencio, del
cantar de los pájaros y el sonido rítmico del agua cayendo por la cascada. “No
hay nada más lindo que la música de la naturaleza”, pensaba mientras cerraba
sus ojos e inspiraba suave y profundamente ese aire fresco y relajante.
Se escuchaban
las hojas de los árboles danzando con el viento. Cada hoja rebosante de energía
primaveral, y una fresca brisa acariciaba sus mejillas. Parecía que la
naturaleza le daba la bienvenida.
Se acercó al
arroyo y se sentó en una piedra bajo un enorme sauce. Mientras observaba hipnotizada
el correr del agua, dejó su mente divagar. Sólo estaba relajada. De pronto
comenzó a escuchar un suave susurro que provenía de… ¿de dónde provenía? Miró a
su alrededor y se quedó observando el sauce que estaba a su lado, y sintió que éste
también la observaba. “Que extraña sensación”. Hasta que algo pequeño y borroso
bajó del árbol y se paró frente a ella.
Brenda se sacó
sus lentes y mientras pensaba que tal vez tendría que volver al oculista debido
a su astigmatismo que se acrecentaba, limpió los vidrios con su remera y se los volvió a colocar. Pensó que
tal vez le había saltado una gota de agua. Pero aquella mancha borrosa y
brillante continuaba frente a ella. Acercándose un poco, notó que se trataba de
un minúsculo ser que le agitaba la mano a gran velocidad, como saludándola.
Se trataba de
una pequeña personita luminosa con un diminuto vestido color coral. Su tamaño
era como el de una mano extendida, o tal vez un poco más grande.
Tenía unos
brillantes y almendrados ojos amarillos, una amplia, muy amplia sonrisa y unas
pequeñas alas parecidas a las de una libélula, que aleteaban tan rápido como
las de un colibrí. Su piel no se veía rosada como la de los humanos, sino más
bien algo grisácea pero a la vez iluminada.
Brenda se quedó
helada, paralizada. Fue como si su corazón hubiera dejado de latir por unos
segundos. Ni siquiera podía sentir sus piernas. Y este extraño ser seguía allí.
Ahora se arreglaba su lacio cabello rubio detrás de sus pequeñas y puntiagudas
orejas, mientras la miraba sonriente como preparándose para dar un discurso o
algo así. Brenda estaba muda.
Y con una voz aguda y graciosa dijo:
–Hola pequeña hím,
yo soy Paz, y ¡te necesito! –gritó de forma algo
histérica y desesperada, pues no le hacía mucho honor al nombre.
–Disculpa, me
dejé llevar –dijo nuevamente, con una risita
aguda y nerviosa, y bajando la voz, para no asustarla, continuó–. Mira, ven, tengo que mostrarte algo. Sino nunca
entenderás –y voló hasta la rama más baja del
sauce.
Brenda seguía
muda. Se paró para salir corriendo, pero por un momento la invadió la
curiosidad. Eso que estaba viendo parecía un hada, como las de los cuentos que
le leía su madre cuando era niña. Así que temerosamente se acercó hacia la
rama. El pequeño ser estiró su diminuta mano y le pidió que la sujetara. Brenda
tocó su mano apenas con la punta de sus dedos.
En el segundo en que la tocó, sintió una
fuerte presión en sus oídos, causándole un
mareo tan grande que provocó que cayera al piso. Sentía como si estuviera
girando adentro de un enorme lavarropas que no paraba jamás. No veía
absolutamente nada.
Continúa en el segundo capítulo
Evelyn.